
BARCELONA
“Tengo miedo a perder la maravilla de tus ojos de estatua y el acento que me pone de noche en la mejilla la solitaria rosa de tu aliento”
F. García Lorca.
No se siente que hayan sido tiempos fáciles en este lugar del mundo. Son las primeras décadas del siglo XX, y en mi recorrido hasta Barcelona - ciudad que hoy me acoge con su arquitectura vibrante y su cerámica de colores cautivantes - escuché hablar de guerras; de fuertes crisis económicas que golpeaban a Europa, provenientes de lugares lejanos; existían rumores sobre dictaduras y crisis de las monarquías…
Siempre he pensado que la producción artística propia de una época particular, de un contexto, de una situación, es un puente entre las dinámicas políticas, sociales y culturales que allí suceden, y la sensibilidad y el deseo de expresarlos en unos lenguajes que permitan estimular, en quienes la aprecian, una diversidad de formas de entender, asumir y transformar esa situación. Y quizás es una sensación muy presente que tengo cuando me encuentro a finales de los años 40 en esta ciudad, porque veo claramente la manera en la que el arte ha sido una fuerza resistente, clara y distinta de todo lo que ha venido sucediendo desde principios del siglo. Cómo no pensar esto cuando personajes como Pablo Picasso, Joan Miró, Luis Buñuel, Salvador Dalí (por solo mencionar unos nombres), han hecho de cada uno de sus trabajos un acto creativo expresivo que manifiesta una oposición y una transgresión a esta realidad tan agobiante y maltrecha.


Y es que no se trata únicamente de sentar un precedente político con el contenido, sino con la misma forma, con el modo como estos personajes han decidido contar sus relatos y han generado a su vez una transformación en la manera de apreciar el arte. Lo abstracto pero contundente se convierte en el nuevo lenguaje del arte y un rompimiento tajante con las corrientes previas, concuerda sin lugar a duda con el surgimiento de un nuevo pensamiento que dará a pie a importantes cambios que resonaran en todos los rincones del planeta.



Es posible que este aparte de mi bitácora de viaje que narro hoy sentada desde la Granja Dulcinea (para mi vida en 2015 es una de las más famosas y clásicas chocolaterías de Barcelona, pero para este momento de mi viaje, tiene tan solo unos pocos años de ser fundada) en compañía de un exquisito chocolate y unos sabrosos melindros, suene menos narrativo que los anteriores; quizás mi tono hoy es más contundente que poético (irónico cuando de hablar de surrealismo se trata), pero hay una conexión particular con esta piezas de arte, con el contexto violento en el que tienen lugar, que me hace sentir identificada y me recuerda de muchas maneras el conflicto en Colombia y la manera en la que los artistas nos hemos expresado sobre este.

Me levanto con la emoción de haber apreciado de cerca esta ciudad en esta época. Sin pretender la claridad, la posibilidad de acercarme al arte de estos tiempos, me ha acercado más a ella. Salgo. Voy a hacer algo emocionante: en una pequeña sala de cine al final de esta calle, estarán transmitiendo para un público muy reservado un filme que aunque hace unos años se estrenó, siempre seguirá siendo una experiencia única poder verlo en la pantalla del teatro: Un perro andaluz. Me escurro por los andenes de la Calle Petritxol y pienso, a propósito de este viaje que vengo haciendo, en una de las frases que más me gusta de Salvador Dalí: “El tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos quedan”.
